Julieta Novelli publicó una reseña de Bello como la flor de cactus en la revista Heterotopías (del Área de Estudios Críticos del Discurso de FFyH; Volumen 3, N° 6. Córdoba, Argentina, diciembre de 2020) y la transcribimos a continuación.
«desde el fondo de los tiempos, el lenguaje se entrecruza con el espacio».
Michel Foucault, «Prefacio»,
Las palabras y las cosas (1966)
Como uno de los paneles de Aby Warburg en su Atlas Mnemosyne, Bello como la flor de cactus reúne, agrupa, corta y expone temporalidades diferentes para ensayar un relato de la imagen. Los tiempos de las imágenes enciclopédicas dialogan con el manifiesto surrealista, Los cantos de Maldoror de Isidore Ducasse, el pulpo de Víctor Hugo, el mercado de pescado de Blom, Mar del Plata del 2019/2020, maniquíes, máscaras africanas, una imagen de Lautrèamont junto a tenazas y navajas, mesas, tijeras, paraguas —del siglo XIX, del siglo XX, fotografiados, pintados, como personajes de un sketch—, máquinas de coser, cactus, flores de cactus, frascos de formol, animales, el lagarto de Albertus Seba, la cabeza de Brecht, la cabeza de Byron, la cabeza de Marx en el cuerpo de un leopardo, la edición artesanal de Barba de Abejas y la que tenemos frente a nosotros. En poco más de cien páginas, la edición digital del último libro de Porrúa nos invita a pensar sobre la imagen desde la idea de montaje, colección, archivo, volviéndose, al mismo tiempo, mesa de montaje o caja de maravillas.
En Bello como la flor de cactus, Porrúa nos muestra su mesa para darnos a mirar un montaje de montajes que podríamos distinguir, a grandes rasgos, en cinco zonas. La primera móvil, intercalada, reaparece en medio de las otras: collages de imágenes —dibujos, grabados, fotografías, palabras— hechos a mano por Porrúa «con sorprendente elasticidad direccional» (p. 73), como leemos en uno de los collages en el que aparece, ente otros recortes, la flor de cactus. Al referirse a estos montajes, llegando al final del libro, la autora señala: «Por momentos, mientras hacía el collage, me sentí como una nena» (p. 97); es que en sus montajes, Porrúa descalabra las jerarquías, las mezcla, las combina, se divierte —«va a parecer el humor, sospecho (y aparece)» (p. 93)—, se toma tiempo para leer y dar a leer a partir del hacer con sus manos, proponiendo aquella suerte de «caos alegre» de la infancia que María Negroni (2013) les atribuye a las colecciones de Joseph Cornell. La segunda zona propone un collage de citas teóricas y literarias que reflexionan sobre la imagen, la colección y el archivo. Entre citas nos deslizamos al centro del montaje en donde se encuentra «Ensayo sobre la imagen» escrito por Porrúa, interrumpido/cortado/superpuesto por collages que saltan al ojo y activan un modo otro de pensar la imagen y la crítica. Finalmente, encontramos el sketch «Ustedes me olvidarán» (1922), escrito por André Breton y Philippe Soupault, traducido por Fabián Iriarte, cuyos personajes —Paraguas, Máquina de Coser, Robe de Chambre y Un Desconocido— retoman la imagen lautremonsiana presente en el ensayo. Al final de esta caja de maravillas, encontramos el «Diario del collage», escrito por la autora desde el momento en que se gesta la primera edición del libro en Barba de abejas, año 2017, hasta las reflexiones que le suscita esta nueva edición electrónica en tiempos de pandemia. Leemos en la «Addenda» de esta edición:
2 de junio 2020. En la primera entrada de este diario que comencé a escribir en enero de 2017, contaba que las notas se hicieron en una libreta tipo moleskine que me habían regalado Fabiola Aldana y Alfonso Mallo. Ahora son ellos los que editarán Bello como la flor de cactus. La vuelta no podía ser más gigante y delicada. (Porrúa, 2020, p. 99)
Me interesa señalar esta entrada, además de porque trae la figura del torbellino benjaminiano para pensar el origen, porque puede pensarse como una clave para leer los tiempos que se superponen en cada zona del libro, las apariciones a destiempo y los resurgimientos.
El libro salta a la pantalla y el color a los ojos
Apenas nos acercamos a la edición digital de Bello como la flor de cactus a cargo de Bulk editores, nos encontramos con una materialidad y plasticidad diferentes a las propuestas en la edición artesanal del mismo libro, editado un año antes por Barba de abejas. La edición artesanal de Barba de abejas venía acompañada de tres collages hechos a mano y a color, en la primera tirada, y uno, en la segunda. El resto de las figuras aparecían en blanco y negro con la misma disposición que en el libro electrónico, excepto por el collage que se volvió sello de tapa en el libro del 2019. Cuenta Porrúa, en el «Diario del collage», que poco a poco se habituó a la falta de color de la edición artesanal, al nuevo tamaño, pero también al papel.
¿Qué pasa con la imagen ahora que solo hay pantalla? Se pierde el trabajo a mano que hace Porrúa con tijera —al igual que el personaje de Los cantos de Maldoror usa el canif américain —, los miles de ojos que ayudan a cortar y preparar los collages para acompañar las ediciones, pero reaparece el color y, con él, el salto de las piezas sueltas (p. 103). Para la autora es otro libro, aunque casi el mismo. El color puntúa, nos salta a los ojos, perfora. Si bien lo artesanal, con su sello y sus collages hechos a mano, repone la huella y visibiliza el corte que la pantalla borra, la versión digital trae algo de lo analógico que el libro artesanal había perdido, «va más rápido pero no deja de verse su estado anterior» (p. 104), señala Porrúa. En efecto, el collage deja ver una nueva temporalidad: al anacronismo propio de las imágenes —«siempre, ante la imagen, estamos ante el tiempo» (Didi-Huberman, 2006, p. 31)— se le agregan los tiempos que lleva hacer cada collage, pueden ser horas o días, dice Porrúa; y ahora, en esta nueva edición —además de alterar la velocidad de la circulación—, la imagen analógica deja ver, entre sus sedimentos, el estado anterior de las figuras, el montaje puro que la pantalla podría amenazar con apaciguar pero que, sin embargo, no logra esconder.
El collage como modo de leer
Lo primero que encontramos en la mesa de Porrúa es un collage que mezcla imágenes a color y en blanco y negro; seguido de otro, esta vez compuesto por citas de teoría (aparecen Benjamin, Didi-Huberman, Max Ernst, Alexis Nouss, Fabien Vandamme, Philipp Blom, James Clifford, Susan Sontag, Michel Foucault, Martin Jay) y de literatura (Rubén Darío, Alejandra Pizarnik, Edgar Bayley, el Conde de Lautrèamont, Víctor Hugo, André Bretón); citas que rodean una misma cuestión: la imagen.
Método de trabajo: montaje literario. No tengo nada que decir. Sólo que mostrar. No hurtaré nada valioso, ni me apropiaré de ninguna formulación profunda. Pero los harapos, los desechos, esos no los quiero inventariar, sino dejarlos alcanzar su derecho de la única manera posible: empleándolos. (Benjamin en Porrúa, 2020, p. 7)
Esta cita del Libro de los pasajes de Benjamin (2011) es la primera que se expone —después de la primera figura— y podría funcionar como reseña del libro entero. Porque una de las apuestas de Porrúa a lo largo de estas páginas es exponer un método de trabajo sobre la mesa, mostrar sus harapos, sus hallazgos y las costuras de un modo de leer desde el corte y desde la imagen. De hecho, nuestra propia lectura se fragmenta, se disecciona, se detiene: la mirada se posa por momentos en los collages, o en alguna pieza del collage; por momentos en las citas, por otros el ojo se ve obligado a dar saltos por sobre las figuras para continuar con el ensayo o el diario. Es que Porrúa no solo piensa la imagen y el collage, sino que lo vuelve una forma de la crítica manual: mira, selecciona, corta y combina imágenes y textos. Antes que una escritura que intente hilvanar las citas y las figuras, nos encontramos con la exposición de las piezas recortadas: «no tengo nada que decir. Sólo que mostrar», parece decirnos Porrúa siguiendo a Benjamin. De esta forma, expone los hallazgos, las bellezas (Didi-Huberman, 2010), en su mesa de montaje para luego desembocar en un ensayo sobre la imagen de poco menos de treinta páginas con collages intercalados como otra manera de pensar y de habilitar la disección.
El ensayo comienza con una evocación a la lectura que Porrúa hace de Los cantos de Maldoror de Isidore Ducasse, Conde Lautrèamont, o mejor, la huella de una lectura que no termina de no olvidarse. Una lectura que se extiende por más de veinte años y expone un modo de leer desde el corte y la intermitencia. Una lectura que oscila entre el olvido y la supervivencia: «no deja de escribirse, pareciera, no deja de hablarme», dice Porrúa (p. 39). Entre las resistencias con las que se encuentra en su lectura de Los cantos de Maldoror y que sobreviene a destiempo, resalta la resistencia de las imágenes encadenadas que Lautrèamont comienza con el «bello como», «cuyo orden siempre se me escapa» (p. 39), señala Porrúa. De todos esos «bello como», la imagen que retoma la vanguardia es «bello como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paragua», imagen que veremos encenderse, también, en el arte moderno y contemporáneo (p. 40). De esta forma, ante la insistencia de las imágenes, Porrúa propone una arqueología crítica de la imagen lautremonsiana capaz de traer a primer plano la apuesta por lo orgánico que el surrealismo, en su recuperación de Los cantos…, contribuyó a olvidar: «valdría la pena seguir preguntándose qué queda de la imagen lautremonsiana en la operación de la Vanguardia; qué queda de ese mundo que habilitaba la contemplación romántica de la naturaleza y la observación científica naturalista pero ponía ambas en crisis» (p. 68).
¿Por qué el surrealismo despoja a la imagen de lo orgánico?, se pregunta Porrúa desafiando la dimensión arcóntica del archivo de la imagen lautremonsiana organizada y ordenada por el surrealismo. ¿Qué corte hacen los surrealistas de la imagen de Lautrèamont? El «ojo cortado», la forma de escenificar, el montaje, el método, afirma la autora. En efecto, el archivo surrealista borra la irrupción de lo animal, la anatomía, las disecciones de los cuerpos, los cuerpos como espacio de montaje, los «Frankenstein», imágenes que Porrúa recupera y enciende en su ensayo. Para Porrúa, siguiendo a Aira, lo que la imagen surrealista hace es detener el fluir del proceso presente en Los cantos… convirtiéndolo en un método a ejecutar. Porrúa, entonces, reencuadra, desmonta y monta, volviendo a la monstruosidad de la imagen completa de Lautrèamont. En esta lectura a contrapelo, expone una búsqueda manual y ocular: mira, selecciona, corta, combina activando un modo de pensar no solo la imagen —«el collage como artesanía del pensamiento» (p. 89) —, sino el ejercicio mismo de la crítica.
Los recorridos que se montan a lo largo del libro para pensar las imágenes, y con imágenes, exponen una forma de la crítica: una crítica que se sabe borrador, que habilita la falla, la intuición y el riesgo del fracaso; una crítica que (des)monta y deja ver los hilos para, finalmente, volverse ella misma literatura. Así, Bello como la flor de cactus puede percibirse como la mesa de montaje, la caja de maravillas, la red de pescadores (Blom), el Frankestein de Porrúa que, ahora en color y desde la pantalla, nos salta al ojo para encender «un modo de pensar asociado al hacer del que nos hemos alejado» (p. 88).
Bibliografía
Didi Huberman, G. (2006). Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.
Negroni, M. (2013). Elegía Joseph Cornell. Buenos Aires: Caja Negra.
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