Reseña de Carlos Surghi en BazarAmericano Actualización diciembre 2022 - febrero 2023
Hay un arte del comienzo, del arranque, de la primera página que nos pertenece y a la vez nos es ajeno. Propio porque tal vez en él está cifrado el destino de lo escrito y el pasado de lo leído; ajeno porque ese arranque, esa primera palabra, pertenece al recorte del cual nuestra memoria es capaz, en tanto que ahí se sostiene como tal: recordar esto, olvidar aquello. La cita con la que abrimos un libro es destino de una forma y forma vuelta destino; o recuerdo perdido, que llega a ser tal por el solo hecho de haber sido puesto en palabras por otro, de un modo mejor, más eficaz, tal vez, acaso, el modo que se perseguía o se divisaba como imposible. Así como hay libros en los cuales su título es un completo acierto –por lo general breves y sucintos, pero también extensos e infinitos–, hay asimismo libros de frases perfectas en su inicio, memorables, propias de la distinción como divisa de un estilo. Pero mejor que todo ello es el libro del buen epígrafe; el libro que ha sido capaz de pensarse al ritmo de él, o que ha sido capaz de, una vez terminado, acomodarse a su epígrafe como continuidad improbable, como desvío manifiesto ante el súbito hallazgo posterior, o también, como secreta afinidad revelada desde mucho antes. En esto Borges nos enseñó que toda literatura comienza siempre prescindiendo de la originalidad de uno en el plagio, la tergiversación o simplemente en el tributo oculto del epígrafe. Valga de ejemplo su Evaristo Carriego a la luz difusa y extraña, astillada por la perspectiva del personalísimo Thomas De Quincey, que una vez le supo señalar «…a mode of truth, not of truth coherent and central, but angular and splintered» que fue el encuentro con su destino de prosista despreocupado, atento a los desvíos de la felicidad que solo cuenta lo incontable de la verdad.
Algo de la mejor ejecución del comienzo hay en este relato de Nora Avaro; algo de la condensación en el lugar ajeno –el nombre de otro, el nombre deseado; y algo de la expansión de un mundo personal que, En La Salada, se amolda y sigue la lectura futura de su epígrafe. Por eso la cita tomada de Carlos Mastronardi nos sale al paso como un aviso de abandono y pericia, como un movimiento perdurable que completa los silencios futuros del relato. Ahí entonces leemos: «Cuanto le aconteció a ese mínimo personaje que trato de rescatar carece de interés, pero vuelve como transfigurado y sostenido por el prestigio adicional del tiempo». Por supuesto, el poeta entrerriano se refiere a sí mismo, al rescate de sí que es toda autobiografía; acaso mejor que nadie, Mastronardi se sabía destinado a una vida hecha de olvidos y oscuridades; pero, distante y secreto, confiaba en el pasar del tiempo como único modo de ganar su prestigio adicional. Avaro, que ha leído con amor y detenimiento a Mastronardi, pero que también ha leído a quienes lo han leído como perseguidores de alguien que huye sin moverse, sabe hacer de la carencia de interés su personaje más novelable –en este caso todo un pueblo íntimo y anónimo, y no un poeta ya ni siquiera entrevisto; pero también, Avaro, que desconfía de lo inmediato en procura de que todo objeto se espese, sabe hacer del tiempo transcurrido su personaje encarnado en el lugar adonde se estuvo –ese lugar al que ya no se vuelve, salvo cuando las palabras, a veces insistentes, recuperan una memoria hecha de la más sencilla trama: la invención de un recuerdo, lo que espesa la espera.
En La Salada la invención de ese recuerdo es desde ya el orden del relato. Cada palabra está puesta ahí con la cavilación de un tono entre próximo y distante; un tono perdido en el tiempo que se ha extraviado para siempre, pero al fin un tono atento a traer de regreso la densidad de lo perdido. Cuando Proust en A la sombra de las muchas en flor recorre en un mapa la línea ferroviaria que une el interior y el litoral de Balbec, cree que el solo hecho de observar esos nombres (Incarville, Marcouville, Doville, Pont-à-Couleuvre, Arambouville, Saint-Mars-le-Vieux, Hermonville, Maineville) hace al simple hecho de que ya existan. Así lo mágico es la voz meditabunda que escuchamos al leer buscando algún tipo de involuntaria reminiscencia, no el obstinado esfuerzo del escritor por tener a raya la oscuridad del olvido. Sin embargo, para que esos nombres vueltos palabras, y esas palabras extrañadas en el nombre, sean tales –un ramillete de impresiones en la antología de instantes que el narrador a esa altura ya maneja con precisión– se debe dar el encuentro entre la forma de una escritura que atraviesa el deseo, y la decepción de una mirada que, por detrás de una ventanilla y en movimiento, ya sabe de su destino recluso. En un doble sentido, el Marcel que viaja con el cuerpo y la memoria es el que recuerda, pero no el que escribe sino el que va a escribir. Aunque solo así, lo que de ahí surge no es otra cosa más que un ejercicio de desposesión, un simple ser de palabras afectadas por su origen, ya que estas saben que no son lo que nombran, y por eso mismo, solo pueden ser la insistencia de una variación que, por cierto, es infinita y se llevará consigo la vida, la de quien lee y escribe, pero también, la vida misma del obstinado recuerdo que deberá ser literatura. Es lo que Adorno entendió como la proximidad del arcoíris que supone renunciar a todo universal; pero también, es la experiencia que decreta el origen de la escritura.*
Sin embargo, la escritura de Avaro –también deseosa de ese nombrar y enterada de ese ya no ser de lo nombrado– en todo caso apela a otra cosa. Por medio de la fatalidad –la muerte de su abuelo que saliera al encuentro de su destino ignorando lo que sucedería después– trae al presente un simple nombre de pueblo: «La Salada, Luis Palacios, Estación La Salada»; y con ello, esquivando la afección de lo involuntario, la pregunta «¿qué hay en un nombre?», a la que se responde con estoicismo «nada. Es decir: una tragedia». Desde ya que lo trágico es el universo del detalle, pero también de lo ínfimo, de lo minúsculo, de lo que de modo paradójico contiene un absoluto en tanto que, por capricho, decreta su concreción o su negativa. A partir de aquí recordar no será devolver al mundo un mundo perdido, en este caso doblemente perdido, pues se trata de un pueblo que se pierde a sí mismo en sus deslindes geográficos, históricos, catastrales, como si se resistiera a que la atención, en algún momento, vuelva sobre él; sino que recordar será desentrañar el tiempo del prestigio adicional, aquel que hace que lo carente de interés se transfigure en soberano: la infancia. No obstante, el relato de Avaro evita caer en el lugar común de la infancia evocada o vista como un problema, como la melancolía misma de todo lo perdido; a diferencia de ello aquí es un centro, la orientación que se disuelve en la llanura mientras imanta los objetos de su recuerdo: la Escuela Froilán Palacios, la humedad vuelta sal brotando en los zócalos de las paredes antes y luego de una inundación, las procesiones en las fiestas patronales que una nube de polvo refracta tras su cortina flotante y en suspensión, el cruce ferroviario por el que ya no se puede volver a pasar, los puntos cardinales con destino hacia la nada. Marguerite Duras llamó todo lo próximo la vida material, ya que, como tal, solo existía en su escritura al hacer posible esa escritura. Por tanto, el recuerdo es también el vivir un instante en…, luego el perderlo y volver a encontrarlo y, por supuesto, esperar…; esperar por la forma que lo resuelva –un ensayo, un relato, un señalamiento en el modo de leer crítico que se conecte con ello– para entonces traerlo al presente ese recuerdo.
Quienes han percibido la gravedad de la melancolía que se esconde en todo pueblo de la llanura, sabrán que en su monotonía la única tragedia posible es justamente el extravío futuro de dicha experiencia. Todo pueblo es la extensión promiscua de lo familiar, la solidaridad no buscada, el tiempo sin intimidad que hace imposible la distinción, pero que trae consigo la felicidad de una infancia que solo puede contarse sin nada más que los hechos en la justa medida de su sinsentido. Avaro parece apelar a ello en virtud de simular que lo contado es algo más entre tantas cosas de lo que en el pasado se perdió; pero el descubrimiento es súbito, y tan sutil que podría pasar desapercibido para quienes, al ignorar las virtudes de toda escena de provincia, creyeran que ahí, efectivamente, no pasa nada, nada se cuenta, nada se puede contar. Pienso ahora en ese no pasa nada y vienen a mi memoria el entrar sin golpear en la casa de al lado, el tiempo suspendido en la extensión de la siesta, la reiteración del camión regador que ordenara el paisaje de la tarde; en cada uno de estos instantes recuperados se oculta la leyenda de un dios que olvidó su relato, y, por lo tanto, todo pasa en donde no pasa nada. Valga entonces esta impresión de la infancia que se muda y que en cuanto la rodea, ve la mudanza de su movimiento, ve el sigiloso pasar de lo que parece no pasar en la infancia: «Lo primero que yo recuerdo, en cambio, no es tanto la solidaridad instantánea de nuestros vecinos, sino el vaso de vino rosado Zumuva casi puro que me sirvieron los Serenelli cuando me sentaron a comer ese mismo mediodía a su mesa para que yo no molestara en la mudanza. Yo lo apuré trago a trago en silencio para, como se me había instruido, no llamar la atención de nadie, ni, entonces, de esos tres desconocidos obsequiosos. El vino del mediodía palió mi timidez y durante toda la tarde fui y vine de la casa Gómez Bolcato a la casa Serenelli llevando y trayendo mis muñecas, como ofrenda y gratitud, a medida que salían de las cajas. María, Mariana y don Marino las recibieron encantados, les ofrecieron mate y les iniciaron conversación. En lo que yo llevaba de vida, nadie las había tratado con una cortesía tal».
Que el yo recuerde no es garantía de nada, sino más bien un señalamiento a su pulsión de invención; sin embargo, en «lo primero que yo recuerdo» se esconde la promesa de origen, de resolución tentativa que significa proceder desde lo perdido. Por eso los relatos de la primera persona van de la invención a la exhibición de un mundo, proclaman la invitación a mirar, acercan la seducción de la nostalgia objetivada que requiere de una comunidad de lectores. ¿Qué otra cosa puede deparar un libro si no es memoria afectiva y compartida, evocación dichosa de eso yo también lo viví?; o, mejor, ¿qué otra cosa puede deparar un libro si no es la medida de un saber lo que se sabe por experiencia del pasado? Que el libro de Avaro se inscriba en las recientes aventuras del yo no lo vuelve uno más, su denodado esfuerzo por evitar dichas aventuras extraña su resultado final. Por lo cual, el yo que en él escuchamos es el que transita como un fantasma los dos lados de un mismo camino, ese infinito paralelo de las líneas en las cuales adquiere sombra y espectro: del lado del presente que enuncia al lado del pasado de su enunciación. Uno podría entonces leer En La Salada como un museo, un archivo de escenas tramadas en un naturalismo de la intimidad –Avaro para ello se documenta: estadística e historiografía amateur son sus serias fuentes–. Pero también, uno podría leer En La Salada como la intimidad de un solo día en la casa de la infancia –un martes o un domingo, a la luz de la primera mañana o al lento apagarse del crespúsculo. Por lo cual, leerlo por primera vez sería también encontrar el lugar para releernos en esas escenas que se han perpetuado para siempre en uno. Solo el yo que recuerda lo primero puede entonces tramar un pasaje como el siguiente: «En cada intersección del damero, en el círculo que trazaba el alumbrado público, un hervidero de centenas y centenas de sapos cazaba insectos hasta el fin de la noche, las lenguas largas y pegajosas al acecho de mosquitos, cascarudos, chinches verdes, polillas, mariposas. Durante el día, los que quedaban vivos desaparecían entre los yuyos de las cunetas; y los cadáveres frescos, en centenas rojas y verdes, reventados por el paso resbaladizo de caballos, sulkys, tractores, chatas, el Citröen de mi papá, se disecaban al sol abrasivo del verano hasta quedar chatos y polvorientos en milímetros de gris, muy apropiados para optimizar la lámina escolar de "Los batracios" y de paso darle, en la Castelli, una revancha naturalista a nuestra también aplastada índole de alumnos pueblerinos». En lo que acabamos de leer, Avaro oculta un movimiento ínfimo, pero de una inteligencia que debemos celebrar; pues de los sapos que croan y extienden sus lenguas pegajosas, indolentes en su ser de animales, pero no por ello exentos de desaparecer ante el súbito rodar en el cual el tiempo gusta esconderse; lo que queda es apenas un sapo aplastado, «milímetros de gris» –dice ella–; una lámina por memorizar en la educación que ya no es sentimental –diría yo para ver hacia dónde nos conduce. Pero que la experiencia se vuelva ínfima habla de ese croar ya ausente; acaso como el silencio que debe buscarse en «hálitos del junco que se acumulan en el vaivén de la corriente» donde lo señalara Juanele Ortiz. ¿No es entonces la literatura, como pulsión de un escribir que se sabe ínfimo, lo que se transfigura en el croar y el callar de esos sapos? La experiencia en cada esquina, en cada batracio a la luz nocturna y diurna de un verano, en cada exhumación del recuerdo adelgazado por el tiempo que lo transforma en la lámina de oro de un instante, habla en todo caso de la índole pueblerina de la memoria; pero solo de esta se puede hacer un ritmo que transforme la escuela en noche, la risa en enseñanza, la concurrencia en el espacio, como quería Nabokov, en el saber desheredado que, como tal, debe ser invención expuesta. A la usanza de Benjamin, no hay entonces imagen en el presente que no cuente su arqueología de fantasmas, su zoología de lo enunciable; no hay también dialéctica que no sea la resolución súbita de un estilo.
Por eso tal vez Avaro cierra este relato con la imagen que condensa el ya no estar en que adviene al fin de toda escritura; eso mismo que llega con el ser despedido donde todo comienza. ¿Qué es lo que queda luego de que las palabras hacen recordar a los muertos, después de que aquello que ve en la ampliación de lo familiar como una microscopia puesta al resplandor de una forma se apaga, qué es entonces eso mismo que despide a la permanencia momentánea de la invención expuesta, sino una imagen que regresa para dar cuenta de lo extraviado que esa invención trajo? Como si todo pudiera unirse en esa imagen, Avaro se permite, por medio de una suerte de ceremonia a medio camino de lo íntimo y lo patético, abandonar su recuerdo en el lugar donde comenzó: «En el cruce con la última calle interior, a la altura de la gruta de la Virgen, en el punto justo en que el camión de Tetén y el Citröen dejaban el pueblo atrás, don Marino detuvo el regador comunal, cerró la salida del agua, se paró sobre el asiento del tractor, se quitó su sombrero de paja y lo agitó para saludar». Que todo se encuentre en un lugar –el cruce fatal; que todo se detenga por un instante –los gruesos chorros de agua a la sequía estival; que un gesto se vuelva inflexión para siempre en la memoria de otro –una figura vuelta a ver pero ya en el reino de la imagen, es acaso en su conjunto una señal de aquello que ya no será en un doble sentido; primero el de lo que se pierde, y segundo, el de lo que concluye; pero también es una señal de aquello que en ese mismo pliegue de sentidos hace un guiño orientado hacia el lector para que, al leer, sepa que toda espera por lo que regresa, puede ser también suya hasta encontrar esta página final.
* Debo a los intercambios de WhatsApp de los jueves con Bruno Grossi el señalamiento de Adorno leyendo Proust, que mi desatenta lectura juvenil pasó por alto, y que lleva a que una reseña que oculta un ensayo sea en verdad un ensayo que arruina una reseña. Aunque me animaría a decir que fue el texto de Avaro el que trajo el viejo problema de los nombres, y lo que significan en tanto que ese detrás del arcoíris se cree próximo y cercano. Estar en La Salada o estar en Balbec es «entrar» en la intimidad de los nombres, como el mismo Proust lo señala al decir «desde que entré, fue como si hubiese entreabierto un nombre que hubiera debido tener herméticamente cerrado y donde, aprovechando la abertura que yo les había ofrecido imprudentemente, y expulsando todas las imágenes que vivían hasta ese momento (…) todas esas cosas irresistiblemente impulsadas por una presión externa y una fuerza neumática, se hubieran injertado en el interior de las sílabas». Recordar, por medio de la cerrazón de un nombre la iglesia de Balbec o la Estación ferroviaria de La Salada es en realidad estar en, es obstinarse en un regreso a que solo la literatura posibilita; porque en realidad, la literatura siempre habla de «la cosa misma», la «fascinación de un solo lugar» que fue posible en la infancia, y que, al fin, termina inventando una metafísica sin universales, como bien señala Adorno.
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