Reseña de Carlos Surghi en Revista Heterotopías Volumen 4, número 7, Córdoba, junio de 2021
James Joyce, que fue un exiliado en Dublín, pero también en todas partes adonde llegara, y que gracias a eso tuvo el desdén de apropiarse de cuanta tradición le fuera necesaria para escribir y sobrevivir, le hace decir a su personaje, Stephen Dedalus —con acierto biográfico, pero también con una utilidad para el futuro—, que la historia es una pesadilla de la cual, en algún momento, debemos guardar la esperanza de poder despertar. La ciudad que dejó Joyce, y que no tardó en reconstruir en su nostalgia, pero también en el mínimo detalle de sus libros con los que podrían reconstruirla si esta desapareciera, fue más que la infancia, la patria o el pasado. La dear, dirty Dublín, como gustaba llamarla cuando no se refería a ella como el corazón de la parálisis, podía ser la historia de sus borrachos volviendo a los tumbos y discutiendo sobre apuestas y carreras en la dicción de la mejor prosa inglesa del siglo XVIII; pero también, esa ciudad de un judío al que su mujer engaña sin miramiento alguno, podía ser la historia de la noche del mundo, desde sus orígenes y hasta el fin de los tiempos, inventando una lengua, o destruyéndolas todas. Por lo cual, el odio y el amor no son más que el extremo de una misma trama, la pesadilla contra la cual se escribe en el interior de un sueño.
Para la literatura argentina, acaso tan periférica como la irlandesa lo era a la mirada del autor de Ulises, la historia es también esa pesadilla; ante ella, escribir ha sido el amor por llamar a su final y el odio por sus marcadas repeticiones. ¿No escribió Borges con el amor del mejor escéptico, desdeñando a Joyce por macarrónico, que en la calle Garay había un punto que contenía todos los puntos, al fin y al cabo, suerte de Finnegans Wake criollo y reducido? ¿No nos atormentó Piglia con sus máquinas parlantes de un relato interminable que es todos los relatos en la ciudad ausente de la narrativa misma? Como podemos ver, la tragedia de una noche se repite entonces como la comedia de unos días. Solo lo político confundiéndose con la historia puede habilitarlo. Sin embargo, lo singular es que la crítica literaria, con los mismos estatutos que la ficción, sin escatimar qué podía inventarse como método y objeto, se encargó también de esa reunión nodal. De este modo, la literatura argentina nace con la historia como un decreto; o tal vez, la historia de la crítica literaria es la política de quienes primero llegaron a escribirla —por pertenencia de clase y distinción—; no se está muy lejos entonces de afirmar que la literatura argentina es el fin de sus interpretaciones, las cuales —hay que decirlo pese a quien le pese— son más largas que la misma literatura y hasta a veces más interesantes. El resultado de todo esto es una profusa variación de formas; y a la novela familiar de la crítica que propusiera un ilegible, cuando no asertivo, Nicolás Rosa, le sigue un vitalismo vociferante y singular al que Viñas, en sus mejores anécdotas, le pone el cuerpo con desparpajo e inteligencia. Y hay también momentos antológicos; la nunca verificable anécdota de Gombrowicz llamando desde la cubierta de un barco a matar a Borges; el exabrupto literal en el corazón de la llanura de los chistes, que el genial Osvaldo Lamborghini escribiera desde su cama: poeta, zas puto! Por lo cual, una tras otra sin ton ni son, cada una de estas escenas nos lleva a pensar si en verdad no repetimos la historia de la literatura como una comedia que, de vez en cuando, nos distrae de la tragedia que aún no se ha escrito.
Con Patria y muerte. Escritos sobre literatura argentina y política, Miguel Dalmaroni vuelve a una vieja discusión que se bifurca en una y otra dirección tensionando todos los extremos de la figura que su lectura traza: el crítico y su tiempo; la pesadilla y su despertar que siempre se escapa o, como señalara Benjamin, que es infinita esperanza, pero no para nosotros. Política, historia, literatura, memoria, violencia, pueblo, cada uno de estos términos se proyecta en esas direcciones inciertas que acaso solo una motivación puede impulsar: el presente. Leídos desde hoy —hacia atrás y en el lugar propio de toda resistencia—, todos esos términos que se han hecho a la tarea de pensar poco más de doscientos años de manías en las letras nacionales son profusos en interpretaciones, acarrean viejas disputas, poseen sellos de un interés personalísimo, cuando no son víctimas de una mala lectura y un sobrante uso y abuso escéptico y desencantado. Y sin embargo qué importa, parece decir el lector que se desliza por sus páginas sacándose de encima el prejuicio de leer otra vez un libro más sobre literatura argentina. ¿Señalará este libro el fin de los informes académicos, el comienzo de una revuelta por el sentido mismo de lo escrito? ¿Será necesario ya no citar y parafrasear, olvidar las implicancias y abrazar la felicidad desnuda de una forma? Desde los mismísimos recuerdos encubridores de la crítica —quién pensó qué, cómo y cuándo—hasta los usos dados a la literatura —la gratuidad de la contemplación de clase que se inventara para no cambiar nada, o la búsqueda de un cambio que se olvidó de cambiar a la literatura—, sin olvidar que cada libro no es más que su triste y necesaria posibilidad de ser lo que la suerte le depara —tal vez el olvido o la cosificación de lo urgente al confundirse con la moda—, Patria y muerte, por el derrotero de sus frases y por muchas otras cosas más, puede ir de Lugones a Zama, de Stendhal a Roberto Arlt, de Capusotto a Sarmiento, desde la mala fe de la institución literaria a la pregunta por quién dice qué hay que leer; y con una sorprendente agilidad, cuando no con un llamado a la controversia, salir indemne de la indistinción del presente que se disfraza de reiteración, que se oculta en el amor a lo consabido, en la aplastante obediencia a lo que debe discutirse. Ya se sabe entonces, el ensayista no es más que sus temas, pero también no puede ser menos que su tiempo. Tal vez porque el presente que motiva a Dalmaroni es mucho más urgente que el de muchos, y no teme decirlo, es que este nuevo libro va un paso más allá de los anteriores; toma distancia y hasta se ríe de ellos al ver lo que ha podido hacer ahora con la materia soñada desde siempre.
Hecha de la impronta autobiográfica de la crítica al señalar que «cualquiera que escriba es un cleptómano», pues bien sabemos que «sin pedir permiso y sin advertirlo, se ha llevado algo de toda lectura, de toda conversación»; pero también hecha con la sinceridad de quien reúne «restosde ideas, ocurrencias y frases» que pertenecen más a otros que a uno mismo, la prosa de Dalmaroni, que como el mejor Joyce no deja de soñar su pesadilla, procede a través de epifanías, avanza por medio de dialécticas de lo súbito y ritmos azarosos de una pasión que simplemente lo ayuda a pensar. He aquí entonces que el temperamento del estilo, lo que impulsa a que un libro no se parezca a otro, hace a la cosa tratada de una vez y para siempre, desde mucho antes y hacia el futuro; pero también, en la incertidumbre del presente, ese mismo temperamento del estilo hace a que la cosa tratada esta vez trasluzca opaca y refulgente entre lo que se le quita y lo que se le vuelve a adjuntar. Por lo cual, escribir es la buena manía lamborghiniana: a una frase, otra y otra; pero en este caso, desbordando el sueño póstumo del cuaderno que las contiene. Y es que pensar no es más que orientarse en lo que resuena por detrás de cada frase; pero siempre y cuando eso que se escucha esté más allá de toda gramática. Para Dalmaroni, polemizar es justamente escuchar el eco de toda polémica antes que el falsete de la voz que se eleva hacia la saturación de estructuras de sentimiento ya vistas. O también, polemizar es medir el efecto de verdad de esa voz que se levanta por encima del silencio obediente. Razón por la cual, en ciertas ocasiones, la ejecución cerrada de la frase como una simple sentencia, su ascenso al absoluto que en vez de extrañar por un rapto lo hace por producir la risa mordaz de la ironía, ilumina más que la pesadez expositiva. Valgan estos ejemplos: «Hablar de literatura y política es hablar de esas dos cosas entreveradas, o del entrevero mismo»; «La literatura argentina, como la Argentina, es breve»; «En la Argentina de la primera mitad del siglo XX, la novela más o menos canonizada —la que ha sido más comentada, historizada, archivada— contribuye o bien a la historia de las ideas o bien a la historia de la mala literatura». Pero también, en otras ocasiones, la ejecución de la astucia señala los alcances de la crítica y desnuda sus operaciones:
Piglia amplió las posibilidades de la ocurrencia, las de la sentencia ingeniosa, las de las afinidades electivas insólitas y hasta desafinadas, las del desafío en tono más o menos iconoclasta a costa de la verdad de lo que se diga … Como Viñas, politizó la enunciación crítica, en su caso inventándole a la literatura argentina —que es más bien mala y aburrida— episodios noveleros, anécdotas intriguistas, falsos enigmas, delitos menores. (p. 27)
Como podemos apreciar, las posiciones de la crítica son también sus posesiones; y sus juicios ciertos o errados, los alcances de su consciente mala educación. Tal vez desde Carlos Correas, quien se jactaba de alacranear los lugares comunes del saber nacional escribiendo sobre Oscar Masotta o Víctor Massuh, no se haya escuchado la silenciosa convicción de que toda forma trágica se vuelve destino en el alcance de sus destellos, los cuales, en su decir, trasuntan socarronamente la gravitación del pasado que solo podrá olvidarse en la frase hiriente y aguda que termina por aniquilarlo:
El viejo fatalismo topográfico y antropológico de Sarmiento se fue haciendo metafísico en las deliratas ocultistas de Lugones, en las lamentaciones decorosas de Eduardo Mallea, los mamotretos históricos de Martínez Estrada, los despotriques espeluznados del padre Castellani, las revelaciones contritas de Héctor A. Murena, las grutas tremendistas de Ernesto Sábato o los panfletos antiliberales de Juan José Hernández Arregui. (p. 36)
¿Qué experiencia nos depara entonces la lectura de un libro como este? Para quienes hemos hecho de la crítica literaria un modo de vida —con momentos sublimes y patéticos a la vez—, no cabe duda de que su principal objetivo está cumplido: polemizar es sostener un diálogo infinito aun en soledad. Tal vez por eso, en determinados ensayos se pueda ver que Dalmaroni no le teme a emplear la suspensión del antagonismo adversativo, el cual, muchas veces, nos acostumbró a leer de determinado modo, haciendo de esto o aquello su método reductivo. Como acción superadora, cuando no como su modo de vida, hay pasajes en los cuales Dalmaroni nos entrega el verdadero alcance de toda lectura política: saber reescribir lo leído. Por lo cual, la pesadilla de la historia de la que buscamos despertar ya es más bien un trauma, o en su defecto, por ello mismo, nuestra única experiencia. Leyendo entonces al Saer de Dalmaroni, el de las idas y vueltas entre Lo imborrable y nadie nada nunca, ese Saer que por momentos retrocede en sus especulaciones formales para pensar la melancolía de lo extremo, es que podemos entender que toda historia no es más que las versiones objetivadas de la muerte, la brecha donde la literatura construye un saber real como bien lo señala el siguiente pasaje: «En el límite entre lo sabido–hablado y el espesor todavía mudo de lo que pasa, se abre la brecha para perseguir esa experiencia real que la cultura prefiere ignorar, es decir una brecha para la literatura» (p. 121). Solo la literatura, entonces, en respuesta a la vieja pregunta por lo que ella puede, es la palabra muda para la canción de la muerte que querían Perlongher o Pizarnik. Tal vez el libro de Dalmaroni vaya entonces en esa dirección, la de una única pregunta que jamás se pueda contestar: ¿cómo administró la literatura su palabra para la muerte en la patria de los ausentes?
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