Maximiliano Crespi reseñó para Revista Ñ, Barthes en cuestión, de Judith Podlubne y Paul de Mann, con perspicacia y sensibilidad. Transcribimos la reseña completa a continuación.
Leer una obra literaria o un trabajo ensayístico desde la apalanadora preceptiva de un fichaje por escuelas o por movimientos artísticos es, cuando no un gesto de desprecio, un signo de pereza y puerilidad intelectual. Se nota en las deslecturas preocupadas por incluir a Walter Benjamin en la Escuela de Frankfurt o en las que procuran hacer de Roland Barthes emblema del «fenómeno estructuralista francés». El ensayista desborda porque ahí donde hay ensayo, hay apuesta y hay riesgo; es decir, hay una verdad que se singulariza en una forma y se sustrae a la generalización.
Eso es lo que se pone en escena en el pequeño pero intenso volumen titulado Barthes en cuestión, donde se recupera un áspero y riguroso artículo de Paul de Man precedido por un minucioso ensayo en el que Judith Podlubne analiza el cuestionamiento que el autor de La resistencia a la teoría hizo a Barthes en el célebre coloquio de Baltimore («Los lenguajes críticos y las ciencias del hombre: la controversia estructuralista») y que este rehuyó con elegancia en un tiempo en que su propensión a la polémica empezaba a declinar en favor de una ética del matiz diferencial: correrse de la lógica activo/reactivo, abandonar el régimen agonístico de la disputa por los espacios existentes para entregarse a una política de la distinción, que consiste en imaginar espacios y formas de vida nuevos.
El fino escalpelo de Podlubne busca reponer el contexto y las condiciones materiales de producción del cuestionamiento de Paul de Man. Pero su primero y mayor acierto es el de subrayar la tendencia del teórico belga por centrarse en lo que Barthes no hace en vez de detenerse en lo que en efecto hace; razón por la cual sus aportes siempre le resultan débiles, deficitarios, ambiguos, de valor relativo, discutibles, cuando no falsos y tergiversadores.
Como en su notable ensayo sobre los inicios literarios de Silvina Ocampo y José Bianco en Sur (donde la crítica se sustrae al lugar común que insiste en definir el espacio de la revista desde una lógica de poder verticalizada para mostrar la red de relaciones íntimas y horizontales que hicieron posible el alumbramiento de esas narrativas), Podlubne se muestra tan lúcida como refinada. No critica frontalmente a de Man. Lo cita una y otra vez al punto de que su propio ademán correctivo queda expuesto como un discurso de impugnación cargado de retórica, que plantea acusaciones bajo el nombre de objeciones y que cuestiona a Barthes su tendencia a la construcción retórica y a la manipulación, subrayando inconsistencias no sobre el núcleo de la construcción barthesiana , sino justamente sobre aspectos más bien marginales o complementarios del texto: lo que exasperaba a de Man era la soltura, la liviandad con la que Barthes se refería al romanticismo; la misma con que se referiría luego al haiku, al koan y al ikebana, y por la que los más reputados orientalistas no le escamotearían desprecios.
Que la respuesta de Barthes fuera más bien bartlebiana no sorprende en modo alguno. La planteada por de Man no era una batalla que despertara en él ya ningún interés. Y no es ilógico pensar que esos planteos le recordaran el gesto ofendido y el tono querellante de un nuevo Raymond Picard que se pronuncia con la gravedad de quien cree estar salvando algo del naufragio o la profanación. Por eso, con sutil ironía, Podlubne lee a de Man por encima de sus supersticiones y descubre en sus propios enunciados la clave de una verdad que el ensayista rehúye por sus consecuencias: ahí donde se insiste en registrar un límite o una debilidad se está perdiendo de vista una potencia, ahí donde se deseleen la ambigüedad y la vacilación sólo se cae en cristalizaciones. Barthes ha señalado el camino: sólo ahí donde cede la compulsión al reconocimiento y donde lo incierto se hace deseo y deriva del ensayo los sentidos nuevos pueden al fin emerger como sueños libres de la crítica por venir.
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